Comer demasiado no sólo es malo para el estómago, también repercute en el bolsillo, o, si queremos llamarlo de un manera más suave, en la economía familiar. Pero que quién nos quita lo morfado.Eso nos pasó en la cena temática de esta semana. Llegamos con una lija bárbara a La Celeste, almacén y parrilla uruguaya, y decidimos, después de acabar con la panera y la mostaneza en segundo, picar algo antes de cenar, propiamente dicho.
La picada corta nos parecía, cómo decirlo... ¡corta! Ya desde el nombre nos infundió desconfianza, porque nosotros no somos unos tibios a la hora de comer. Sin embargo, las medidas charrúas, al parecer, no se mesuran con la misma bara que las nuestras, por lo menos en lo que hace a la degustación de fiambres, quesos y pickles.
¿Corta? Ojalá. Por suerte, no pedimos la GRANDE. Ni tampoco "la verdad de la vida", (lejos, ¡el mejor nombre de picada con el que me he topado!), porque eso habría sido un caos. Eso si, haciéndonos los guapos, como era corta, acompañamos con una provoleta rellena de jamón y morrones. Otra bomba deliciosa que nos llenó de lo lindo.
Llegó la hora del primer plato, agarrate. Mientras leíamos los inverosímiles nombres de algunos uruguayos y descartábamos pedir otro vino de Montevideo, Nacho y Emi decidieron comerse un chancho burgués, yo un chivito canadiense (la especialidad del lugar) y Pablo, un matambrito tiernizado a la pizza con una súper-papa al plomo con queso azul .
Para cuando llegaron los platos, la corta seguía haciendo estragos en nuestra cavidad estomacal. Como hombre de buen diente, comimos hasta reventar y a punto estuvimos de no ser por nuestro siempre consciente píloro.
La cena fue un éxito que concluyó con un cafecito. La cuenta llegó salada: 75 mangos cada uno. Nos miramos. "Fue la corta más provoleta", nos consolamos. Y al final, terminamos cayendo con la frase que dice "al que quiere celeste, ¡que le cueste!". Lo valió.
Adio!
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