A las 2:00 am de 1 de enero del 2000, mientras se festejaba el nuevo milenio y la gente alrededor del mundo gritaba desaforada, yo ordenaba mis últimas cosas en el bolso y partía, junto a mi hermano y otros chicos fueguinos, a un viaje nunca imaginado.
Después de viajar horas en un colectivo hasta Punta Arena, subí a un avión lleno de extranjeros, rumbo a la Isla Soledad. Al bajar en el aeropuerto internacional de Mount Pleasant, las cicatrices de la guerra fueron lo primero que vi. Varias trincheras con cañones camuflados apostados al costado de la pista. Eso era sólo la punta del iceberg: toda la isla tiene recuerdos de sufrimiento, dolor y muerte.
Apenas entramos al aeropuerto son los chicos para buscar las valijas, unos militares ingleses nos dieron una explicación para identificar minas y explosivos, que aún siguen, enterrados pero activos, en el suelo isleño. Paso siguiente: subimos junto a unos barbudos marineros griegos a un colectivo para ir hacia Puerto Stanley. Otra postal me impacto; la fruta machucada que bajaban del colectivo exportada de Chile para que consuman los isleños.
El camino era monotemático, sólo llanuras de pastos duros y secos, con el viento golpeando fuerte. Todo cambió cuando, de repente, unas montañas de piedra se cruzaron en nuestro camino. Verdaderos glaciares de roca, arrojados en el medio de la isla, que parecían sacados de una etapa prehistórica. Recién entonces comencé a apreciar la belleza del lugar y su magia.
Puerto Stanley es un pequeño asentamiento sobre una bahía, similar a los pueblos del interior de la Patagonia. Casas con techos de chapa, construidas en madera y mucha pintura roja y verde para los detalles. Caminos angostos y calles empinadas, con autos que se pasean con volantes a la derecha. La tranquilidad inunda el lugar, debe ser por eso que el principal problema es el alcoholismo, según nos comentó el gobernador de esa época, y el segundo la falta de mano de obra; pocas personas quieren vivir y trabajar en una isla casi desierta.
Poco y nada había para hacer en Stanley. Nos alojamos en la pequeña iglesia católica del pueblo, nada parecida a la mastodóntica construcción anglicana. Ahí, monseñor Agreta, un viejo cura italiano que respondía directamente al Papa Juan Pablo II, nos alojó confortablemente.
Dormimos los 15 días en colchones militares y en nuestras bolsas de dormir. Así las cosas, supongo yo que habremos tenido más calor que los jóvenes soldados que a mi edad, 17 entonces, fueron a pelear una guerra lanzada por un borracho de poder.
En Malvinas todos se conocen y todos sabían que nosotros éramos argentinos. Nadie reflotó odios de la guerra, ni nos recriminó nada. Sólo los militares, sentí yo, nos miraban con cierto dejo de sospecha sobre nuestras intenciones allí. Supuse que era lo normal, después de haber combatido en una guerra. Los chicos con quienes compartimos esos días fueron súper simpáticos y cordiales.
Les comentamos que nuestro deseo era poder empezar a descongelar las relaciones. Éramos chicos que pensábamos en grande y no entendíamos que no es lo mismo reclamar la soberanía de las islas que vivir en ellas. Esos pibes realmente eran los isleños, no nosotros; ellos habían nacido tras la guerra y sentían que aún no era el tiempo. Tenían razón.
Al ver cómo vivían, su escuela, su cultura, su manera de gobernar y las posibilidades que les ofrecían de ir a estudiar en Inglaterra, entendí que los tiempos y las condiciones no estaban, y quizás nunca estén dadas para que las Malvinas vuelvan a ser argentinas, a pesar de que, geográficamente, hasta los propios habitantes saben que no son inglesas.
Puede sonar fuerte, pero hoy creo que las Islas Malvinas o Falkland Islands no son argentinas, ni inglesas, son de esas pocas personas que las adoptaron como su hogar, sin distinción de país: hay canadienses, ingleses, italianos, chilenos y hasta argentinos viviendo en paz, sin odios ni deseos de revancha.
Viven con la guerra en sus espaldas. Por donde uno vaya, hay zonas cercadas con carteles que dicen “Danger Mines”, balas en el campo como en la playa, cocinas de guerra, trípodes, cruces y tumbas de soldados muertos en todos lados. Es difícil, casi imposible, no encontrar vestigios del 82.
Me costó volver, desde que me fui tengo ganas de volver. No pude ir al cementerio argentino, era muy caro, muchas libras esterlinas con la cara de la Reina, de las cuales nosotros teníamos pocas. Malvinas es un recuerdo más de viaje para mí, uno especial porque fui uno de los primeros (y pocos) argentinos que fue a ese lugar tras la guerra.
Lo triste de todo es que nada ha cambiado en ocho años, cada año los reclamos se reafirman, pero eso no pasa de lo verbal y las acciones políticas y diplomáticas no aparecen. Mientras tanto, personas de todo el mundo siguen viviendo en Malvinas, donde el viento pega fuerte y los glaciares de roca siguen y seguirán inmóviles, como los cadáveres de 746 soldados argentinos, muertos allí, que cada 2 de abril nos recuerdan que el peor error de la humanidad es hacer la guerra.
Adio!