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Despúes de 4 meses de lectura, siempre interumpida por el estudio, el ocio y la nada, termine mi libro: "Bingo! Cien panfeltos contra la realidad". Historias que giran en torno a los números: fechas, sumas, elecciones y rebusques de Martín Caparrós, un autor excelente, capaz de escribir miles de palabras empezando por un dígito.
Gracias Nevi por regalarme este libro, de verdad lo disfrute. A continuación transcribo el número 32 del libro, uno de mis preferidos.
32
Con treinta y tres no lo cantaba. Era uno de los pocos principios que tenía en la vida: cantar un envido con treinta y tres, decía, era como robarle una muñeca a una nena.
-¿Qué gracia tiene jugar cuando sábes que ganas seguro? No, hermano, así juegan los maricones.
El Tuerto Galotti no era políticamente correcto y, por no ser, ni siquiera era tuerto. Nunca supe por qué lo llamaban así: nunca junté cpraje para preguntarle. Yo me la pasaba horas mirándolo jugar al truco en el bar con almacén de la esquina de Costa Rica y Thames, cuando ese ese barrio todavía tenía bares con alamacén, cuando yo iba a quinto grado en al escuela de mitad de cuadra, cuando el año 2000 era una conjutura delirante. Por alguna razón, el Tuerto se bancaba que aquel pendejo lo espiara: ahora supongo que debía ser un pobre tipo y que la admiración de un chico debía levantarle la moral. Pero entonces lo veía distinto: me parecía un hombre hecho y derecho -debía tener por lo menos veinticinco años-, piola, poderoso, un langa ganador, un modelo admirable. El hijo del almacenero me había dicho que el Tuerto era pesado, que había cometido un par de hechos, que había pasado por la cárcel, que no le tenía miedo a nada. Y yo qería imitarle cada gesto.
-Yo treinta y tres me las morfo callado. Como mucho, para el envido, 32.
Solía decir el Tuerto y, para mí, era palabra santa. Cuando yo salía de la escuela, a eso de las cinco, el café dormitaba; recuerdo cómo un ventilador lenteja movía al aire, cómo se me deformaba la cara en los espejos azogados de mariposa cusenier o amargo obrero, cómo el tiempo se quedaba afuera: simulaba que se quedaba efuera. El tuerto jugaba siempre con los mismos, dos muchachos y un viejo: me parecía que ellos no estaban a su altura. De uno, el Colo, yo sospechaba que era capaz de querer jugar con flor.
-Con treinta y tres gana cualquiera, ya sábes que ganaste. La cosa es ganas con 32... o con un cuatro.
El Tuerto llevaba el pelo bien achatado a la gomina: lo mejor es parecer otra cosa, solía decir, y sospecho que se le fue la vida en intentarlo; nos pasa a casi todos. al trucho era imbatible: no siempre ganaba, pero no lo recuerdo en ninguna derrota. Yo lo imaginaba entrando a un banco con el revólver en la mano, gritoneando sus órdenes, imponiendo su orden, y soñaba con que me invitara alguna vez; a veces pensaba en aceptar y convertirme en alguien radicalmente diferente de mi idea de mi mismo, muy parecido a él; otras en hablar muy en serio con él para convencerlo de que abandonara ese camino sin retorno. No hubo nada de eso; poco despúes yo terminé la escuela. No sé si lo mataron en una balacera, si se murió de tifus, si vive y no consigue una pensión, si se hizo tira; es probable que ya ni siquiera mantenga su regla de oro:
-Para el primero, 32, pibe, te digo, como mucho.
El truco es el juego argentino por excelencia o sea que, por supuesto, no es argentino. Nos pasa con casi todo; en el caso del truco, su origen -ingles, dicen, o quizás árabe- no obsta para que nos parezca una síontesis de virtudes nacionales: dependencia de la suerte, confianza ciega en el amigo, simulación de roles, secretismo, engaño sostenido en el discurso, pavoneo: la vivez criolla. El truco es el arte de sacar ventajitas de cualquier ventajas, por mínima que sea, o incluso de ciertas desventajas. Hay juegos -el ajedrez, el fútbol, el ahorcado- donde cuenta también la belleza de ciertas combinaciones; en el truco, en cambio, sólo importa nicolás maquiavelo: hacer todo lo necesario para obtener un resultado. Por eso -supongo ahora, tantos años despúes- me fascinaba el Tuerto, la ética 32.
-Así que va a hacer un elogio de la ética, Caparrós. Lo único que faltaba.
-¿ y Ahora usté qué se cree, que ligó treinta y tres? Espere un minutito, quiere.
Siempre pensé que, en política, la ética -los anuncios, los bombos, los discursos sobre ética- era refugio final de los canallas. Cuando un político no tiene nada que ofrecer ofrece ética: total, quién sabe que carajo es, cómo se mide, con qué salsa se come. Suena bien y con eso -para campaña- alcanza. Pero la ética 32, la del Tuerto Galotti, era algo más. Para que valga la pena jugar hay que poder perder -venía a querer decir o, más aún: si la victoria está decidida de antemano no estás ganando nada.
Hace un par de décadas que la mayoría de los políticos argentinos ha decidido plegarse al mecanismo treinta y tres: quieren jugar siempre seguro. Por eso la política no sirve para nada: porque los políticos decidieron que su papel consiste en ponerse del lado de los ganadores, de los dueños de la baraja, de los que siempre tienen treinta y tres. Los políticos argentinos no se atreven al 32 -por no hablar de del cuatro de copas.
-No señor periodista. Eso sería una locura. Tenemos que aceptar que hay ciertas cosas que no podemos cambiar, ¡no le parece?
Dicen, palabras más o menos, y consiguieron que la política no le interese a nadie, que quede como el coto de caza de sus apetencias personales:peleas entre caras que esconden cuerpos parecidos. Si total todo va a seguir igual a sí mismo.
-No, es que la realidad es como es, no tenemos que caer en el infantilismo de querer...
La realidad es como es, es cierto,hasta que deja de serlo. Si fuera por la realidad, por ejemplo, todavía seríamos españoles -y quizás nos iría mejor, quién sabe, aunque no ganaríamos mundiales. La realidad es como es, es cierto: hasta que muchos, los suficientes, se pasan a la ética del Tuerto.
pd: Gracias Caparrós por escribir con tanta claridad e inteligencia.
Adio!
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