Y un dia te dicen que podés ir a Malvinas. Entonces ni lo pensás. Son 15 días. Con chicos del colegio. La idea es juntar pibes de zonas en conflicto. Convivir. Y claro. Vos sos de Río Grande, donde la guerra se sintió como en pocos lados. Ellos están ahí, en las islas. Salen a la calle y ven casquillos de balas. Caminan por la avenidad de Stanley y leer ese cartel. Sí, ese que nos duele tanto. "Argentinos, serán bienvenidos cuando dejen de reclamar la soberanía". Entonces, vos sabés que no sos bienvenido. Pero igual vas. ¿Cómo no vas a ir? Encima el 1 de enero del 2000. Y sí, brindas con la familia, cagado de frío. Y son las 11 de la noche. El sol recién se esconde. La noche es corta. Ves los festejos por la tele. El bolso ya está armado. Y a en la primera media hora del milenio, agarrás el bolso y salís. Intentaste tomar poco. Querés estar entero. Ver todo. Registrar todo. Obvio, no todos son como vos. Entonces, la combi que te lleva a Punta Arenas, en Chile, tiene que parar. Uno tiene ganas de vomitar. Y vos decís, una anécdota más para contar, aunque sabés que nunca vas a ponerle nombre y apellido. Y seguís viaje. Todos siguen. Y encima vas con tu hermano mellizo. Quizás sean los primeros mellizos argentinos en pisar Malvinas, después de la guerra. Nunca lo vas a saber. Hay otros hermanos; no son mellizos. No importa.
Y llegás a Punta Arenas. Encontrás ahí a dos porteños. Él y ella, tan distintos, tan desafiantes, tan increíbles. Entonces se completa el equipo. Te dicen que pasaron el año nuevo solos, los dos, como desconocidos. La aventura lo vale. Sin darte cuenta estás en el avión. Uno de LAN. Y sin darte cuenta estás por aterrizar en Malvinas. Mount Pleasant. Aeropuert milico. No te dejan sacar fotos. Te piden el permiso especial. Lo tiene Juan Manuel. Casi no lo conoces a Juan Manuel, después lo vas a conocer. Vas a saber que es un tipo de mundo. De esos que vas a ver pocas veces. Y te piden el pasaporte. Te lo sellan. Un sello cuadrado, grandote. Tac, tac. Sellado. Entraste. No podés sacar fotos. Mirás las paredes. Está lleno de militares. Tiene armas. Hay armas en las paredes. Los carteles están en inglés. Jugás de visitante. Pero jugás. Y como un boludo sacás una foto. Nadie te vio, no te preocupes. Estás como un nene en Disney. No es Disney, pero igual. Se te nota la sonrisa. Los milicos te mirán mal. Como si vos hubieses peleado en la guerra. Ni habías nacido. No importa. Sale tu bolso. Lo agarrás. Y te vas al micro.
Viajaste con marineros. Tipos anchos, pesados, llenos de músculos, barbudos y con tatuajes horribles. Hablan pero no les entendes nada. No es español. Tampoco inglés. Parece griego, pero ni sabés qué es. Cuando estás por subir al transporte que te lleva a Stanley, ves bananas machucadas que bajan. Son bananas chilenas. Así llegan a la isla. Son de esas que nunca agarrarías en el super de tu ciudad. Pero es lo que hay. Arranca otro viaje. Te agarrás un asiento en la ventana. Querés ver todo. Lo haces. Y ves que las islas son feas. No hay arboles. No hay riquezas naturales. Ves pastos duros y piedras. Son piedras amorfas. Cubren todo. Glaciales de piedra, te dicen que les dicen. Y vos los ves y es verdad. Son glaciares que se comen las montañas. Hay ovejas. Y viento, mucho viento. Golpea la ventana. Y en eso, otra vez sin darte cuenta, llegaste a una iglesia. Te recibe un viejito. Monseñor Agreta. Su jefe es el Papa. Responde solo a él. Y te dice bienvenidos. Welcome. La iglesia es chiquita. De madera. Blanca. Vas a dormir en una bolsa de dormir. Pero te consiguieron un colchón. En realidad es un colchoneta. Es del ejército. Te preguntás si la usaron en la guerra. Seguro. Como la heladerita que te consiguieron. Y otra vez, sin notarlo, ese lugar se convirtió en tu casa.
Empezas a conocer gente. Nabil. Akira. Tanzi. Bárbara. Allister. Priscilla. Son chicos como vos. Parecen más grande. Pero tiene tu edad. Intentas hacer migas con ellos. Solo pegás onda con Nabil. Es hijo de un padre isleño y una madre chilena. Conoce tu país. Raro. Te haces amigo. Al final, es el único que se queda todos los días con ustedes. Los argies. Está un poco loco. No importa. Y pasan los días, vas conociendo. La ciudad es chica. Son pocas cuadras. Recorrés. Ves que todo es de la FIC: Faklands Island Company. De a poco, la guerra se mete en tu viaje. Pisas y hay balas usadas. Ves carteles de "Danger mines". Se te ocurre una remera para el grupo "Danger minds". Decís que la vas a hacer. Nunca cumplís. Escalás el monte Longdon. Nunca vas a olvidar lo que ves ahí. Todo es recuerdo. Guerra, tumbas, balas. Seguís caminando, sí con esos borceguís que te hicieron comprar para ir. Encontrás una cocina de guerra. Estás cagado de frío. Tu hermano se mete en una cueva de piedras. Encuentra un saquito de té. No es inglés. Lo conocés. Té La Virginia. Está ajado por el tiempo. Violeta. Lo tocás. Sobrevivió casi intacto 18 años. Son menos de los que tenés, pero iguales a los que tenían los soldados que lo tomaron. Él lo guarda, es un recuerdo. Como todo.
Y un día vas al museo. Querés verlo. Conocerlo. Hay objetos ingleses. Gorros, armas, pero te escabullís a un rinconcito. Hay cosas argentina. No lo podés creer. La piel se te pone de gallina. Ves el casco de un piloto. Garra. Después te topas con una puerta de avión. Tiene la bandera argentina. Celeste y blanca. Le falta el sol. En su lugar hay un agujero, como si un misil lo hubiese perforado. Te sorprender la metáfora. En la guerra, el sol también se muere.
Los días pasan, seguís conviviendo. Vas a playas increíbles. De arena blanca. Donde los pingüinos corren en cuatro patas. Espoleando en la arena. Parecen perros. Y se te ocurre meterte al agua. Solo los pies. Dejás las zapatillas en la costa. Te metés. El frió te hela. Hipotermia. Salís corriendo. Vas a explorar la playa. Ves una pluma petrificada. Seguis caminando pero te gritan. Paraaaa. Parás. De repente algo se levanta y gruñe. Un elefante marino. Cagazo. Te vas, pero antes le sacas una foto. Después la perdés. Y ves barcos encallados, soldados, balas. Y te das cuenta que todo fue una mierda. Pero vos estás ahí, tenés la esperanza de ser la primera llama para el deshielo de posibles negociaciones, no por la soberanía, sino para que otros como vos, argentinos, puedan ir a las islas. Te equivocás. Eso no va a pasar.
Después sale un partidito contra los isleños. Nos falta uno. Nabil juega para nosotros. Le gusta meter el dedo en la llaga. Por eso se pone la camiseta que le regalas de la selección. Esa que usaron en el 98 en Francia. Y se la pone y salimos a caminar por Stanley. No le importa nada. Tiene huevos. Jugamos. Les ganamos. No es fácil. Nosotros nos pusimos la de Boca, ellos ni te acordás. Pero hay gente en las tribunas, se vive como un duelo. Además del sabor dulce del triunfo, te llevas una hermosa cicatríz de por vida. En el codo derecho. Tu herida de Malvinas. Una boludes. Y te quedás con bronca de no poder ir a visitar a los muertos argentinos. Sale caro y el presupuesto no alcanza. La libra está cara.
Y así, pasaron 14 días, te vas de Malvinas. Qué viaje. Hiciste de todo. Viviste donde muchos murieron. Siempre te vas a acordar. Cuando se cumplan 30 años de la guerra, va a ver como en la televisión todos muestran lo que hace 12 años tocaste, oliste, sentiste. Y un día, a las 3 de la mañana, te vas a sentar a escribir, porque escribiendo a veces se pasa la depresión. Tomás una cerveza. Fumás unos puchos. Ponés publicar. Y lo tuiteas. 4479 días después.
Adio!